viernes, 9 de junio de 2017


Siempre en la eterna espera de un acto revelador. Algo que por fín le de sentido al tiempo que transcurre, las horas, los días. Los momentos se suceden. No puedo retenerlos, se escurren. La mayor parte de ellos no son significativos. No sé si se vive de las pequeñas experiencias o de aquéllas que nos interpelan y se van precipitadamente sin dar alguna explicación.
Detesto esa visión pseudo-romántica de la vida en tanto experiencia que se debe completar a partir de una persona que falta.
El amor no puede construirse a partir de una proyección idílica de un otro como apéndice de mi ser.
El romanticismo es para los ilusos. Las experiencias de la vida se enriquecen de la amistad, del desengaño,  del instante inmediato que transcurre entre el contacto de una persona y otra. Ese instante en el que comprendemos o somos comprendidos. Ese instante en el que queremos o somos queridos.
Querer, no como una suerte de consenso políticamente correcto sobre lo que se supone que es el amor. Querer a quien sea como sea, pero querer con cada fibra del ser. Querer con el cuerpo, con el cerebro. Querer en cada suspiro. En cada parpadeo. Querer porque es lo único que ofrece garantías. Querer pero también llorar a lágrima viva ,como decía Girondo. Llorar, doler la vida. Gritar. Sufrir por lo que no vale la pena. Reírse de uno mismo. Abrazar el ridículo propio con otros. Abrazar a la vida desde sus defectos. Apropiarse de ellos. Quitarles importancia. 
Resignificarlos.

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